Recuerdos con gratitud


  Eduardo Carrica, maestro entrañable

  Por juan Carlos Bergonzi *


Camino por calle Mitre en dirección a la plaza Levalle una mañana  templada, luminosa. El movimiento del supermercado oriental no me retrae, ni por instantes, a observar las ventanas de la vieja y querida Escuela Nacional nº 52, hoy designada como 40.  La superficie de ventas reemplazó  en el espacio físico a la panadería que fuera El Cañón de los años de 1950. 
  No puedo evitar imaginar  quinto grado de 1954. El murmullo, las risas, los silencios, la cálida voz del maestro.  En aquellos años de infancia compartida en la escuela pública, estábamos confiados en padres y maestros. Nuestras vidas se sustentaban en la seguridad de la casa, el hogar y, sin saberlo con certeza, en la trascendencia de la educación.
 Aquí es donde aparece, con fuerza emotiva,  una figura decisiva, grabada  en el  paso por las aulas  y con vigencia en mí persona.  Registro momentos felices, del aprendizaje, reconocimiento, protección; la generosidad   como primer  umbral de entendimiento con el niño estudiante.
    


El maestro Eduardo Claudio Carrica demostraba paciencia excepcional y creatividad preeminente. Al  ingresar  al salón: ahí estaba. Se  advertía su buen humor, su disponibilidad para encarar el día con casi treinta alumnos. Todos éramos iguales ante sus ojos. Así lo vivíamos. 
   No recuerdo una retórica distante o recriminatoria por errores o excesos en la conducta infantil.  Sí vienen a mi mente palabras conciliatorias y consejos;  sugerencias y direcciones para seguir en el trajín escolar: participar, colaborar   en preparar,  por ejemplo, meriendas calientes a media mañana de un día de frío y lluvioso.  Labores extras   celebradas por sus discípulos.
   Esas cualidades del docente   están en la consciencia,   atesoradas para siempre. Retornan, en el recorrido existencial, como un elixir reconfortante.
 Este gran maestro, con vocación visible, extendía su mano y brindaba su corazón abierto,  comprensivo.  Conservo y memoro circunstancias  que invariablemente   inspiran a reflexionar. Más cuando transito  por la calle Mitre y configuro su imagen: guardapolvo blanco, mirada  atenta en los felices recreos impregnados con aromas de la panadería lindante.  No  puedo evitar   destacar   su espontáneo  cariño, el compromiso con el noble oficio de enseñar, educar. Ser y parecer un maestro de referencia, en toda su dimensión.
    Esta evocación no es excluyente. La Escuela era y es un lugar de amparo.    Eduardo C. Carrica,  maestro en segundo y quinto grado de la Escuela Nacional nº 52, hoy nº 40, fue  un arquetipo del educador. Su temple y probidad dejaron en decenas de niños y niñas una  impronta  de progreso,   hábitos de  sana convivencia  sumados a  saberes valiosos. Aprendimos sobre  intercambios productivos y forjamos   vínculos amistosos  persistentes, sustentados en el afecto que los años no quitan. Así fueron las cosas. Gracias maestro, señor Carrica.

*Ex alumno de la Escuela 52, hoy 40 de Carhué, provincia de Buenos Aires. Argentina


Nota del editor: este artículo fue publicado en otro portal en marzo de 2019. Por su vigencia se reproduce a pedido de seguidores de este sitio. 

Bibliotecario en Carhué. Recuerdos con gratitud


 Tomás Francisco Sarriés

 Por Juan Carlos Bergonzi
                                                                                                        
 En medio de la pandemia de Covid-19 suelen llegar recomendaciones para enfrentar el aislamiento. Una   es la bibliográfica. El libro como recurso para acometer la soledad, el aburrimiento, la convivencia o, tal vez, intentar ingresar al campo fértil de pensamientos distantes de la calamidad que acosa al planeta. Algunos títulos me conectaron con mi juvenil concurrencia a la Biblioteca Popular de Carhué, en las décadas de 1950 y 1960. Comenté el tema con un carhuense radicado en Resistencia,   un poco menos antiguo  que yo en  el valle de los años,   coincidimos  en recordar a un  personaje inolvidable para los que observamos su labor, empeño y convicción  como responsable de ese lugar donde se guardan libros correctamente clasificados, codificados y ordenados. 
 
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 Tomás Francisco Sarriés (Toto) por varios años se dedicó al silencioso y decisivo trabajo de incorporar lectores. Por ese entonces estudiaba abogacía y una circunstancia personal lo regresó a Carhué. Contratado en la biblioteca no se detuvo hasta  convertirla en un centro de intercambios entre los que se iniciaban en visitar la casa y los  consuetudinarios asociados  que se llevaban, en préstamo,  un  libro por dos semanas.
 La persistencia y amabilidad en comentar novelas, cuentos, biografías, textos ejemplares sobre historia nacional e internacional con adolescentes,  dispuestos a establecer un vínculo con el objeto libro, fue el estilo que impregnó  a su  actividad. Sin   pausa y con un cariño especial  la marcha de seducir a la práctica de la lectura no se detuvo por años.  Cómo no adherirse si su pasión por lo que hacía quebraba la inercia de   niños y jóvenes por  leer, no ya como obligación estudiantil, más bien como un hábito a incorporar en el recorrido hacia el conocimiento   aventuras, leyendas, historias de grandes hombres y mujeres, conflictos, poesía…  ficción. El deseo soñado de viajar.
 Con  amplia cultura general deslumbraba con sus saberes y transmitía     entusiasmo frente a   esa práctica tan sugerida por   maestros y profesores. Mi amigo carhuense, José Marcos Galone  radicado en el Chaco, memora sus  charlas “con el siempre ocupado bibliotecario que disponía de un tiempo para todos. De hablar pausado, sus recomendaciones eran tesoros porque nos abría las puertas a esos mundos que comenzamos a explorar desde la niñez, mundos que nada ni nadie pueden descubrir sino con un buen libro”.   
 Este  querido y olvidado  bibliotecario   no se permitió treguas.  En la primavera de uno de  aquellos  años convocó  a los lectores, a comentar   el libro que estaban   leyendo o concluido.  Así fue que se iniciaron  encuentros literarios. La biblioteca de             Carhué      se convertía, como dijera el escritor Isaac Asimov,  en una  nave espacial que te llevaba a sitios  ignotos.
La reunión inicial  contó con la participación Daniel Maugeri quien, sin tapujos,  advirtió “comentaré la parte que tengo leída”. Luego se explayó sobre La Importancia de Vivir  de un escritor y filósofo chino, Lin Yutang. El disertante no dejaba de manifestar su sorpresa por lo encontrado en ese volumen y conmovió a los asistentes con interrogantes y  reflexiones  surgidas de  la sabiduría del autor  con una dominante: ¿Qué  es la felicidad? Al final, las preguntas surgieron y recuerdo a varios adultos mayores explayarse sobre lo comentado por Daniel.
 La secuencia, no taxativa,  de exposiciones, siempre con gran número de oyentes, trajo a la mesa a una joven estudiante del bachillerato: Olga “Miche” Corbalán. A Tomás Francisco le había demandado  mucha tarea de persuasión convencerla de enfrentar un auditorio con una conversación amena sobre un libro. Cuando Olga Corbalán se lanzó a hablar de El oro de sus cuerpos de Charles Gorgham  sus ojos se encendieron y maravilló a todo el mundo. Se trataba de la vida del pintor Paul Gauguin. Lo trascendente de destacar era su enorme alegría por haber concretado su charla. Para quien esto escribe el mundo de los pintores impresionistas y posimpresionistas  fue una ventana que se abrió para ampliar la precaria  información sobre el tema.
  La tercera y última reunión que registro saltó del marco literario y se ubicó en el análisis del deporte más popular: El fútbol. El expositor fue alguien muy joven, también estudiante del bachillerato en el Colegio Nacional y Comercial Anexo como se lo denominaba. Eduardo Carranza dejó perplejos al   aumentado auditorio de  la Biblioteca. En realidad hizo, lo que se llamaría en la escritura, un ensayo. Con gran solvencia y prestancia formuló argumentos sólidos sobre el deporte, sus reglas, las competencias, los clubes y una cantidad de enunciaciones para entender el fútbol como fenómeno deportivo de masas. Muy grande fue la aprobación y llovieron las preguntas.
 Esta recordación de Tomás Francisco, responsable de la Biblioteca Popular Adolfo Alsina de Carhué, en el rol de bibliotecario, no excluye a cientos de personas que a lo largo de más de un siglo han sostenido y apoyan ese espacio   vital,  imprescindible para la ciudad. Un lugar que José Marcos Galone  grafica:   “tengo imágenes muy claras. Recuerdo cuando entré por primera vez a la biblioteca,   me pareció inmensa, nunca había visto algo así…”
 Lo comentado sobre Tomás Francisco Sarriés (Toto)  es un paréntesis en la extensa trayectoria de esa institución. Un  lapso acotado. Son escenas talladas en la memoria de un testigo que tuvo el privilegio de estar, junto a otros amigos, en ese clima creativo,  novedoso, de inspiración...  Un recuerdo con gratitud.
 Tal vez sean las grandes crisis las que ayudan a no olvidar a los que sirvieron con vocación superlativa al bien común. Sin ningún otro interés.

Somos docentes de la Universidad Nacional del Comahue y escribimos desde el norte de la Patagonia, Argentina.
Investigamos sobre periodismo impreso y digital.

General Roca, Argentina